Esta semana se ha inaugurado T I E M P O A T R Á S (fotografiar desde atrás), la exposición de fotografía en la que participo junto a todos los compañeros de la Facultad de Bellas Artes que tienen obra fotográfica (profesores y maestros de taller). Es un placer formar parte de esta muestra de nuestros trabajos que ha organizado y comisariado el Dr. Mariano Zuzunaga. Él es el responsable de que todos nos hayamos animado a participar (Israel Ariño/Ramón Casanova, Enrique Carbó, Esther Catalina, Alfonso de Castro, Pere Grimau, Jordi Guillumet, Ricardo Guixá, Manolo Laguillo, Mireia Plans, Débora Martínez, Pep Mata, Montse Morcate, Rebeca Pardo, Mar Redondo/Pere Freixa, Germán Regueira, Aleydis Rispa, María Dolors Tapias y Mariano Zuzunaga). A título personal, le agradezco enormemente la confianza depositada en mí: ¡Mil Gracias, Mariano!

Tras pensarlo mucho y tener que descartar la obra que quería producir para esta exposición por motivos de salud (la epicondilitis en el brazo derecho está haciendo mella profunda en mis posibilidades), decidí que la mejor opción era exponer las piezas de creación e investigación artística que realicé en paralelo a mi investigación teórica de la tesis doctoral. Me parece que es apropiado presentar en la facultad el fruto de esa apuesta que tenemos por la investigación desde la creación y la producción artística… y aquí os dejo las imágenes y la explicación de mis piezas.
Como ya he dicho las 3 piezas que forman parte de la exposición las hice en la etapa de investigación doctoral y, aunque no he expuesto mi ejemplar de la tesis porque no es propiamente una obra de fotografía, aquí os dejo una fotografía del mismo que tomé en una exposición de encuadernación en la que me solicitaron que lo mostrara. Mi tesis obtuvo un Cum Laude (que la apariencia ¿kitsch? no os engañe) en enero de 2012, fue dirigida por la Dra. Ma. Dolors Tapias (que también expone en esta muestra) y se tituló: La Autorreferencialidad en el arte (1970-2011): El papel de la fotografía, el vídeo y el cine domésticos como huella mnemónica en la construcción identitaria.

El proyecto en el que se enmarcan las piezas que se exponen actualmente en la facultad de Bellas Artes de la Universitat de Barcelona se titula Legados Familiares (2011-2012) y reflexiona sobre las huellas familiares en la construcción de la propia memoria e identidad. Es la investigación artística o creativa que realicé en paralelo a la investigación teórica y que tuvo un papel importante en la definición de ciertos aspectos y en el tratamiento de ciertos temas (una de las piezas fue el germen de mi posterior máster de antropología).
El formato de las piezas que integran este proyecto es difícil de definir, aunque fueron pensadas y trabajadas como libro-objetos (de hecho, las hice en el taller de encuadernación de Begoña Cabero: Charnela, en el que estuve durante varios años). Estas obras, elaboradas con técnicas de encuadernación, parten de imágenes familiares antiguas editadas digitalmente e impresas en diferentes soportes que se combinan con textos breves y objetos diversos. La intención es la de tratar de elaborar un álbum familiar diferente que remita a una colección de relicarios en los que se exhiben las huellas e imágenes de mi pequeño altar de la memoria o del legado familiar recibido.
En esta ocasión se presentan tres obras de este trabajo, “Vitrinas familiares: mis abuelos”, “La fragilidad del Recuerdo: La tía Piedad” y “Relicario: Melenas familiares”, que intentan indagar en el modo en el que conservamos, olvidamos, reproducimos o reconstruimos los recuerdos.

“La fragilidad del Recuerdo: La tía Piedad” surgió a partir de una serie de reflexiones sobre el papel de una mujer soltera, sin hijos, en el álbum familiar y en el recuerdo de generaciones posteriores. ¿Cuál es su/mi recuerdo? ¿y su/mi legado? La tía Piedad era hermana de mi abuela Basi, parece ser que hasta tenemos cosas en común… pero no sé nada sobre aquella mujer que bordó durante media vida ajuares y prendas como este pañuelo desgarrado en el que curiosamente figura la palabra recuerdo. Muchas de aquellas piezas están ahora en casa de mi madre. Algunas, como este pañuelo, se van estropeando sin haber sido utilizadas nunca. El pañuelo y su actual rotura me parecieron una metáfora exquisita de lo que ha sucedido con la memoria de aquella mujer que se va diluyendo, perdiendo… por eso quise que su imagen no se viera del todo a través de la rotura de ese recuerdo textil que es en estos momentos el quejumbroso baluarte de su legado. Probablemente soy la única persona de mi generación que tiene algún interés en recordarla. ¿Nada quedará de ella después de mi? ¿qué pensó, amó, por qué sufrió o con qué soñó? ¿Eso importa? ¿qué somos aparte de esas cosas que perdurarán desligadas de nuestra memoria, más allá de nuestro nombre, y a las que dedicamos más tiempo que a nosotros mismos por ese afán de ser recordados? Para ella elaboré un soporte de terciopelo rojo, como los que habitualmente sirven para portar reliquias o joyas, y en la parte superior coloqué el pañuelo sobre una foto de Piedad con sus hermanos, aunque a ella es a la única que puede verse precariamente a través de la herida abierta en su pañuelo de “Recuerdo”, aislándola de los demás en su olvido exquisito. Todo ello está sujeto con un bastidor de madera circular que recuerda a los que usaban para bordar y por unos alfileres, que no sólo evocan la fragilidad con la que se sostiene su recuerdo sino también a la forma de hacer encaje de bolillos con la memoria… o con el olvido.
Consecuencia directa de esta pieza y de esta reflexión es el diario visual o álbum doméstico que mantengo en Instagram (@rebeca_pardo_), en el que comparto imágenes captadas con el teléfono móvil o la tablet de mi «hogar» y de quienes lo comparten conmigo: plantas, flores, bichos (las hormigas y los pulgones son habituales)… las redes sociales han facilitado que personas que viven solas o que no tienen hijos tengan álbumes online que crean para compartir con otros experiencias, gustos o aficiones (hasta ahora podría decirse que los álbumes familiares se comenzaban con una boda o con el nacimiento del primer hijo… quien no pasara socialmente por ninguno de estos dos acontecimientos se convertía automáticamente en un personaje secundario de la narrativa visual familiar que difícilmente llegaría a ser el protagonista de ninguna historia que se considerara importante para legar a los descendientes). Sin embargo, la imagen, antes objeto casi exclusivo de memoria duradera, se transforma en las redes en elemento de co-presencia y conexión de consumo inmediato… y los álbumes individuales o colectivos se reinventan en online. Si a la tía Piedad la hemos olvidado los descendientes por falta de fotografías… a mí se me olvida tras un «me gusta» en alguna de las miles de fotografías compartidas en las redes sociales… ¿o no? ¿Por qué compartimos nuestras nimiedades? ¿realmente le interesan a alguien? ¿Son las imágenes el nuevo elemento de conexión y comunicación social?
También me interesa llevar al límite algunas prácticas: los que tienen mascotas les dedican imágenes y álbumes como si fueran sus hijos, miembros de pleno derecho de sus familias. Pero ¿y los que tenemos plantas? ¿Son las plantas seres vivos inteligentes y sensibles? Me marcó mucho la lectura de Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, de Stefano Mancuso y Alessandra Viola. Llevándolo al límite… que acostumbra a ser lo más interesante: ¿Y si ellas son parte de mi familia? ¿Y si yo soy la mascota que ellas han amaestrado para que trabaje para ellas? ¿Acaso no pago yo una hipoteca de una casa que disfrutan ellas 24 horas? ¿Son ellas más inteligentes que yo? Unas pequeñas lentes «macro» de plástico malísimo, que están al alcance de cualquier aficionado, me permiten retratar mi contexto doméstico de un modo poco habitual en el ámbito familiar, pero que también habla mucho de todos aquellos detalles diminutos que desconocemos… que personalmente me remiten a todos aquellos que fueron invisibilizados en los álbumes familiares, como mi tía-abuela Piedad.

“Relicario: Melenas familiares” reúne a modo de relicario la relación de las mujeres de mi familia con su pelo en una caja de habanos, como las que siempre ha habido en casa para guardar de todo (vivíamos sobre una cafetería familiar que abrieron mis abuelos y continuaron mis padres, en la que se vendían también puros de cajas de madera).Esta pieza surgió a partir del análisis de varias obras de artistas afro-americanas que trabajaban con el pelo como elemento identitario tanto de género como cultural.
Mi abuela Isabel tenía un precioso pelo blanco que siempre quise haber heredado aunque creo que no tendré la suerte de poseer esa cabellera nívea nunca y siempre me ha fascinado la historia de que cuando era joven estuvo a punto de ser marcada precisamente rapándole la cabeza. Me cuentan que por bailar el baile de la sardina con un cántaro con agua sobre la cabeza… por algún tema ¿político? ¿religioso? ¿? que no termino de entender… pero eran años complicados, y la entonces dueña de la actual casa de mi familia (la Santa, parece que la llamaban) pagó para salvarlas de semejante estigmatización pública a ella y a otra mujer del pueblo. De mi abuela Basi, de la que hablaré más adelante, con la que conviví toda mi infancia pero cuyo recuerdo ha estado siempre marcado por el Azheimer que sufrió tempranamente en los años 80, apenas tengo recuerdos más allá de las imágenes del álbum familiar en el que destacan una fotografía de su juventud con unos maravillosos rizos y sus retratos con la mantilla y la peineta con las que aparece en alguna foto de boda. Mi madre, por otro lado, tenía una melena muy larga que un día cortó y aún conserva en forma de trenza guardada en un cajón. Ella está en un espejo porque siempre ha sido ese referente en el que me he mirado y al que he admirado. Y finalmente yo… que he llevado el pelo largo casi toda mi vida, ajena a modas y estilos, aunque son mis dos trenzas sempiternas de la infancia las que muchos aún recuerdan.

Finalmente, “Vitrinas familiares: mis abuelos”, fue un poderoso motor de giro de toda mi investigación postdoctoral y es hasta cierto punto responsable de mi actual interés por el modo en el que se representa visualmente de modo autorreferencial la enfermedad, especialmente el Alzheimer (mi tesis de máster de antropología posterior se tituló Imágenes de la (des)memoria: narrativas visuales autorreferenciales del Alzheimer en Barcelona, fue dirigida por el Dr. Joan Bestard, nuevamente obtuvo la calificación máxima, y está disponible en el repositorio de la UB). De hecho, un fragmento de la obra ha servido de portada, ilustración y cartel de varias conferencias o artículos sobre el tema.
El planteamiento inicial fue hacer una serie de pequeñas vitrinas que contuvieran una imagen digital de uno de mis abuelos en su juventud, en una época en la que podían tener semejanzas con mi propio retrato, junto con algún elemento que me los recordara. ¿Serían identificables mis gestos o mis rasgos en sus propios retratos? ¿tendrían esos elementos algo que ver con mi propia identidad?
Los elementos elegidos fueron sencillos. El pelo ya mencionado de mi abuela Isabel, alfileres que me remiten a la frialdad punzante de mi abuelo Francisco (que en realidad se llamaba Lorenzo pero a quien terminaron denominando con el nombre de un hermano muerto prematuramente), o las plumas blancas que me remiten a mi abuelo Mariano… uno de esos seres especiales que marcan no sólo tu infancia sino tu vida y que no pudo combatir un cáncer. Yo tenía 8 años cuando le dijeron que moriría en unos días y regresó a casa a despedirse de todos hasta que su corazón dejó de palpitar. Yo no me enteré de mucho en esos días, sólo recuerdo el día de su muerte. Me dolió tanto perderlo que creo que no volví a mencionarlo en años. Cuando era periodista en Perú, muchos años después, me encargaron la realización de un reportaje de investigación sobre la magia (algo que allí era bastante más habitual que en España) y, tras muchas visitas a personajes de más que dudosas cualidades, patidifusa escuché su nombre en labios de una vidente en Piura y un chamán, en las Huaringas (Perú). Ambos se refirieron a él con nombre y datos increíbles. Pero lo que me quedó, porque hay cosas que una decide aquello de «se non è vero, è ben trovato«, es que ambos (por separado y en lugares muy distantes) lo definieron como un ángel que me acompañaba, de hecho ambos señalaron a un lugar muy concreto de mi espalda (y yo ahí prefiero tener un recuerdo que un hueso… ventajas de ser de letras).
Mi abuelo Mariano estará desde entonces vinculado a una magia que no puedo afirmar que exista pero que tampoco volveré a afirmar con rotundidad que sea imposible: ¿quién no desea tener un ángel de la guarda que le cuide…? o, al menos, como repito desde entonces, ¿a quién le hace daño pensar que los suyos no desaparecen con su cuerpo sino que te siguen acompañando más allá de esta corporalidad mediocre post-Ilustración que ha racionalizado tanto el mundo? ¿A quién le hace daño pensar que forma parte de algo que lo trasciende, de un legado familiar, de una saga en la que perdurarán también algunas cosas… aunque tu nombre se olvide? Habrá otros, sobrinos-nietos, quizás, que serán como tú, en cuyas fotografías de la infancia alguien recordará a ese otro niño o niña que no sabe quién era pero que estaba en el álbum de los abuelos… ese Extraño Intimo (Intimate Stranger que da título a uno de los documentales de Alan Berliner) porque las fotografías familiares tienen ese halo, esa pose, ese algo que nos remite a los otros que fueron algo de nosotros antes de nuestra propia existencia. En cierta manera, es correcto pensar que mi abuelo está conmigo cada vez que alguien reconoce en mí algo suyo o sencillamente me identifica como «la nieta del Galo», como ese algo que hay de mi padre en mí se remarca cuando alguien me reconoce en mi pueblo como «la hija del Duque»… todos los que vivan en zonas donde la familia es aún importante sabrán que en esos lugares entrañables (y a veces un tanto lastrantes) uno nunca, jamás, será un individuo, sino parte de una saga. Para lo bueno y para lo malo: «Carmelilla», «Cintablanca», «ducada», «galilla»… cada adjetivo implica cierto rasgo, cierta herencia familiar por parte de padre o de madre, de abuelos o de parientes lejanos pero que eran como tú en algo muy característico que sólo aquellos que han conocido a los tuyos desde siempre sabrán reconocer en tí… un recordatorio de que tú eres apenas una almazuela realizada con retales de otras existencias. En mi caso: Denominación de origen Rioja, Denominación de origen Rincón de Soto… eso sólo puede ser muy bueno. El resultado de tanta alquimia es único por cómo se han transmutado y combinado los pedacitos y por lo que se ha hecho con ellos, pero es poco más que una obra de ars combinatoria con más o menos gracia, más o menos compleja. De esto habla, en el fondo, este proyecto: de que estamos hechos de pedacitos de otros seres, de otras vidas… porque no sólo de genética vive el ser humano, sino también de recuerdos, de grandes gestas o de tremendos errores cuyos brillos y sombras son alargados y pueden alcanzar a varias generaciones. Se trata, en el fondo, de un legado que no está sólo en el famoso ADN sino también en lo emocional, experiencial, sentimental, histórico, irracional… y fotográfico.
En esta pieza busqué que las impresiones de las fotografías fueran fácilmente deteriorables por el paso del tiempo para dejar que, como ocurre en la realidad, las imágenes se vayan diluyendo y sólo queden los objetos. Una vez libres del referente fotográfico que metafóricamente representa al recuerdo que los vincula a un ser querido: ¿los objetos seguirán teniendo el mismo valor como huellas de la memoria?

Sin embargo, la reflexión más potente en este trabajo surgió de manera inesperada, cuando llegó el momento de pensar en mi abuela Basi, con la que conviví desde que nací hasta que murió cuando yo era adolescente: sólo puedo recordarla con Alzheimer. Mi recuerdo de ella se reduce a actitudes que con el tiempo he comprendido que son más características de la enfermedad que de mi abuela. De hecho, su imagen en mi mente es tan precaria como la fotografía de ella que seleccioné y que decidí no «arreglar». Fue una constatación dolorosa darme cuenta de que la había perdido, de que nunca podría recordarla adecuadamente, de que su imagen era una fotografía de juventud entre cuyas grietas e indefiniciones jamás podría encontrar a la anciana que yo desconocí en vida mientras ella se iba olvidando de sí misma y de todos nosotros… pero sobre todo es duro plantearse el posible factor hereditario de la enfermedad. De pronto fui dolorosamente consciente de que no la conocía, de la fragilidad de la memoria y de lo cruel que puede ser una enfermedad que quizás forme parte de nuestro legado familiar. Por este motivo, en su caso, ese algo importante no es su rostro, ni ningún objeto que me remita a ella… es ese diagnóstico de fondo, con nombre de doctor, que ha marcado nuestro pasado y quién sabe si nuestro futuro.
Curiosamente, todo esto me llevó a otra reflexión. No hay fotografías de aquella época, de los muchísimos años de convivencia con una enferma de Alzheimer, más allá de las celebraciones en las que eso no consta porque todos sonreíamos para la cámara. Entonces no fotografiabamos a los enfermos en casa… era predigital, pre-redes sociales, cuando una fotografía normalmente estaba justificada por algo que mereciera la pena recordar y nadie pensó entonces que hubiera algo que rememorar de aquella experiencia. Entonces, y con matices también ahora, la enfermedad, sobre todo si es mental, se guardaba en la intimidad. No por miedo o por vergüenza (aunque por lo que voy leyendo y viendo, en otros casos también eso es importante)… sino porque hay cosas de las que es mejor no hablar. La tiranía de la felicidad y la salud en nuestro tiempo son temas que me preocupan. ¿Qué sentido tiene compartir con el mundo lo que posees, lo que compras, lo que comes… como símbolos de tu identidad, si donde de verdad se conoce a las personas es en los momentos difíciles, en sus sombras, en sus miedos… y eso se oculta? Los procesos de duelo o las lágrimas deberían ser tan naturales como los momentos de felicidad y las sonrisas. ¿Quién es el egoísta, el que muestra su dolor o el que necesita, para estar tranquilo, que no lo hagas? Una vez hice un curso sobre acompañamiento a la muerte tras haber tenido varias experiencias (que no detallaré) con niños muy enfermos que cuando se quedaban a solas conmigo me preguntaban si se iban a morir… lo que daba lugar a conversaciones impresionantes en las que un lugar común era que solían explicarme que no lloraban para que sus papás no se sintieran mal. Creo que tengo la inmensa fortuna de que poca gente ha tenido alguna vez cuidado de que yo pudiera sentirme mal con lo que me dijeran… así que he escuchado muchas, muchas cosas, que he ido aprendiendo a no juzgar. He aprendido, con la experiencia, que ayudar, a veces, significa abrazar a alguien que llora porque necesita hacerlo y sentirse acompañado en su dolor o en su miedo. No puedes curarles, ni hacer mucho más que estar ahí. A veces lloras con el otro, otras veces eres capaz de hacerlo reír al cabo de un rato o de distraerlo por un tiempo con tus estupideces… pero ¿por qué tenemos esa condenada manía de no dejar que la gente exprese su dolor, sus miedos o sus duelos? Quizás por ello, quienes están afectados por situaciones complicadas que necesitan compartir sin ser juzgados o silenciados han de encontrar un elemento catalizador de la experiencia que enlace directamente con lo que Marianne Hirsch (que ha acuñado también términos como «postmemoria«) ha llamado la «mirada afiliativa» (Affiliative look). Un tipo de mirada que conecta directamente, emocionalmente, sin ser familiar, con la experiencia. Una experiencia muy habitual en ciertas enfermedades cuando se comparten imágenes que otra persona afectada reconoce casi como propias sin necesidad de explicaciones: ventajas e inconvenientes de las poses fotográficas y de los clichés del álbum doméstico.

La vida es interesante por sus luces y sus sombras, y la necesidad de compartir, de sentirse acompañado y, sobre todo, comprendido está detrás de algunas prácticas que están surgiendo en las redes sociales y en Internet alrededor de imágenes autorreferenciales compartidas de la enfermedad… de eso trata mi actual campo de investigación: soy IP (Investigadora Principal) del Proyecto: “Compartiendo el dolor y el duelo online” financiado por Ayudas Fundación BBVA a Equipos de Investigación Científica (2015-2017) que, como ya he comentado muchas veces, es fruto de la colaboración con Montse Morcate (especialista en el tema de las imágenes del duelo y la muerte o la fotografía postmortem, que también debería aparecer como IP pero por cuestiones burocráticas no pudo ser).
Las nuevas prácticas online están generando incluso una especie de comunidades en las que es importante la sensación de «co-presencia» entre pares para muchas personas afectadas por una enfermedad o que cuidan de un enfermo y que se sienten solos, abandonados e incluso estigmatizados. Como ya explicaba Goffman, en esta especie de teatrillo social que nos organizamos, podemos reconocernos entre nosotros y el estigma puede desaparecer en la socialización cuando el otro es como tú. Y sí, ya sé que no debería ser así, que todos deberíamos ser supermegacomprensivos y no apartar a nadie… pero el hecho es que muchas de las etiquetas que acompañan las fotografías compartidas remarcan la idea de «awareness» (¿concienciación? ¿visibilización? ¿un poco de ambas?). De estos temas, a modo introductorio, trata nuestro capítulo (escrito junto a Montse Morcate): «Illness, death and grief: the daily experience of viewing and sharing digital images» en el libro Digital Photography and Everyday Life: Empirical Studies on Material Visual Practices editado por Edgar Gómez Cruz y Asko Lehmuskallio, que Routledge acaba de publicar.
Y… Dejadme ponerme sentimental en este final de entrada…
Con el tiempo he comprendido el importante valor de los cuidadores de los enfermos de Alzheimer y la gran generosidad de su dedicación en unas circunstancias tan complicadas en las que probablemente nadie les dará las gracias ni recordará lo que se ha hecho (según investigaciones realizadas en los últimos años el nivel de estrés, ansiedad y preocupación que soportan es tan alto que muchos de ellos teminan enfermando, perdiendo trabajos…). En nuestro caso: mi madre fue la heroína de la historia. Desde aquí mi agradecimiento y pequeño homenaje a todos los cuidadores de enfermos, especialmente de Alzheimer, porque con vosotros el mundo es un lugar mejor para vivir. Gracias a vuestros gestos, los que hemos vivido en casa una enfermedad como ésta tenemos muy claro el lado amargo de la experiencia pero también el valiosísisimo recuerdo de vuestra preocupación, dedicación, cariño y generosidad desinteresada.
Quizás tengamos suerte y sean otros los que nos olviden, quizás no seamos tan afortunados y nuestras neuronas nos jueguen malas pasadas y terminemos olvidándonos de nosotros mismos, pero si entre mis últimos recuerdos sólo quedan fragmentos de mi infancia, como le pasó a mi abuela en sus últimos días… la generosidad de mi familia y el amor sin límites (especialmente de mi madre) formará parte, lo sé, de los últimos destellos de lucidez de mi mente. Y esa es una certeza que tranquiliza. Aunque ya sé que seguramente yo nunca he estado demasiado lúcida…
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Los que seguís este blog ya sabéis que soy Doctora en Bellas Artes, investigadora y profesora de fotografía (en Bellas Artes en la UB y en Comunicación en la UAO CEU). Por algunos posts también tenéis noticia de que, aunque en los últimos años mi camino ha ido más hacia la investigación y lo académico, soy fotógrafa (en otra -etapa de mi- vida fui fotoperiodista y editora en Perú) y cuando puedo disfruto creando libro-objetos y libro-arte. He publicado fotografías en diarios y libros, y he participado en diversas exposiciones de libro-arte y libros de artista nacionales e internacionales. Quitándole horas al sueño mantengo este blog y he publicado numerosos textos y participado en congresos internacionales sobre autorreferencialidad, enfermedad, imagen familiar y doméstica… muchos de ellos difundidos en mis perfiles de Researchgate y de Academia.
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